viernes, 6 de abril de 2012

NUESTRA SEMANA SANTA


Claro que nos hemos ganado un sobresaltado despertar. Mi hermano y yo hemos recibido la orden de dejar la cama más temprano que nunca. Los otros días, mi papá nos pasa la voz, despertamos despacio y mientras nos vestimos, vamos notando el clarear del nuevo día y escuchando el canto de los pajaritos. Ahora no, parece medianoche nomás. Todo es diferente, algo raro está pasando. La velita está encendida y mis padres como que se aprestan a salir. Abro mejor los ojos y encuentro gente extraña en la habitación. El visitante es el inefable don Fermín Miranda, mi padrino. Apenas lo saludamos, nos dice que ha venido a recordarnos nuestra obligación: ayudar al Señor en su lento y doloroso martirio.

Es la madrugada del Viernes Santo. Anoche, estuvimos hasta tarde en la Iglesia porque mi abuelita, que ha llegado de Puquio su estancia natural, es infaltable para los rezos y ceremonias religiosas. Preocupada porque aprendamos buenas costumbres, nos ha enseñado las principales oraciones y cómo íbamos a faltar a la Iglesia en estos días de Semana Santa.

Previo zalamero palabreo, como es su característica, mi padrino nos invitó a arrodillarnos ahí mismo, al pie de la cama y, sin más preámbulos, nos propinó tres latigazos “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, Amén”. Era nuestra modesta contribución, nuestra pequeña ayuda al Señor que en esos precisos instantes estaba siendo azotado y martirizado por los malditos judíos. Después del tercer vergazo, nos hizo besar la cruz que remataba el asa del látigo trenzado con cuero de vaca compuesto por tres delgados ramales que se encargaban de multiplicar el dolor. Las lágrimas se atropellaban por brotar, pero había que aguantarse y claro que debo tragarme también la completísima requintada contra el verdugo. Al final, me queda la satisfacción de que ayudo al Señor, a quien, por eso mismo, le debían doler un poquito menos los castigos de esos abusivos que lo tienen preso.

Un rato más y ya estamos en el templo, siempre con mi abuelita, rezando por nuestros pecados, en esta madrugada de Viernes Santo. A inmediaciones de la puerta, existe una Cruz de madera de gran tamaño. Dicen que viene todavía desde los primeros episodios de la presencia española en Andamarca. Efectivamente, la añosa Cruz muestra los rigores del tiempo ya que, por ejemplo, el ancho de los brazos no está completo y no mantiene proporción con el poste central. Un atado de flores bastante marchitas pende en la parte superior de la cabecera, sujetada por un hilo ya sin color.

Me alegré al comprobar que no fuimos los únicos azotados ese día porque mi padrino seguía dándose un festín con el látigo, ahora más grande por supuesto, porque todo Andamarca estaba aquí. Hombres y mujeres venían a rezar y ayudaban voluntariamente al Señor postrándose de rodillas ante la Cruz. Claro que mis padres también cumplieron su penitencia. “Dios Yaya, Dios Churi, Dios Espíritu Santo Amén”, repetía la jaculatoria al propinar los latigazos y, mientras retornaba a casa, se me fijó esta curiosidad ¿”y quién le habrá hecho ayudar a don Fermín o es que el muy ladino estaba pasando “piola”?...

Cumplida la penitencia, los notables del pueblo iban haciendo grupo para hacer libaciones con la “hiel del Señor”. Habían preparado un trago especial, de color verde oscuro, a base de caña de Pampatama y el molido de distintas hierbas muy amargas, con propiedades especiales, recogidas para esta ocasión. También estas libaciones eran cumplidas con la intención de “ayudar al Señor”, en recuerdo de la esponja humedecida en bazofia, fija en la punta de una lanza, que el soldado puso en su desfalleciente boca. Claro que, en la mayoría de ocasiones, los caballeros acostumbraban prolongar la sesión que, naturalmente, se convertía en una simple tranca de media semana.

La comunidad andamarquina, ha vivido intensamente, con penitencias y ayunos, la Santa Cuaresma desde el miércoles de ceniza, día en que se remataron con todo fragor las especiales fiestas de carnaval. Los días lunes, martes y miércoles de esta Semana Santa, la feligresía se ha reunido en el templo desde las 7 de la noche a rezar el Via Crucis, bajo la guía de los maestros cantores, que se ayudan con el desvencijado melodio, cuyos enmohecidos pedales acompañan con un ruido característico. Estas reuniones, fácilmente han llegado hasta medianoche. Los días Jueves y Viernes Santo, en cambio, el Templo permanece abierto durante toda la noche y los guías de la devoción popular no descansan hasta la aurora del día siguiente. Estos mismos días, a las tres de la madrugada, salen las diferentes procesiones a recorrer el perímetro de la plaza de Armas escenificando recuerdos transmitidos de generación en generación, como el Encuentro de Jesús con su Santísima Madre, camino al Calvario.

Lo que resulta inédito, realmente extraordinario, es que todas estas acciones de acercamiento al Misterio de la salvación cristiana, se cumplen sin la presencia de un Sacerdote. Como Andamarca nunca tuvo Parroquia, los sacerdotes venían muy de vez en cuando a presidir los oficios religiosos. El llamado a atender a la feligresía andamarquina es el Párroco de Cabana y, cuando le es posible, sabe visitarnos después de haber cumplido con los fieles de Cabana y Aucará. Solamente el sacristán y los cantores encabezan las oraciones y ceremonias aprendidas de los misioneros redentoristas, y la feligresía participa con el mayor recogimiento.

La asistencia a estas reuniones está conformada casi en su totalidad por hombres, mujeres y niños del sector conocido como “la gente indígena”. El castigo físico con el látigo es aceptado sin reticencias y es aplicado sin excepciones, en diversas circunstancias: cuando el padrino llama la atención a los ahijados, en los velorios de difuntos, los miércoles de ceniza, etc. Los mestizos sólo aparecen el Viernes Santo por la madrugada y el Domingo, para la Misa de Pascua de Resurrección.

Sobrecoge el fervor de los fieles en estos días. El Viernes Santo, los Mayordomos, los Prebistes y las Muñidoras visten de riguroso luto. Las oraciones y las canciones son dichas exclusivamente en quechua por los cantores y sus ayudantes. Por supuesto que las melodías son propias, inéditas y son conservadas en la memoria de envejecidos cantores que repiten salmos completos, inclusive en latín. Los Misioneros y Evangelizadores vertieron en versos quechuas las oraciones católicas, adaptando entrañables hayllis y harawis nativos que estremecen hasta las lágrimas.