domingo, 18 de marzo de 2012
MI AMIGO VITACO
Definitivamente, el día de hoy estalla a raudales su mejor inspiración y sus manos alcanzan insospechadas cumbres. Hace ya tantos días, - ni los recuerda ni le interesa contarlos -, que está construyendo una casita a su gusto y a su medida. Unas veces hasta procura venir más temprano, casi ni sorbe la humeante lawita-sopita que la solícita madre le sirve, se pasa enteritas las pocas alverjitas y los pedacitos de papas que vienen en el plato. A la carrera, se carga el atadito con el mote y el puspu (haba tostada sancochada) para el doce y sale volando porque sólo le interesa llegar a su obra.
Y, aquí está la obra. Cómo le gustaría mostrársela a su mamá, cuán orgullosa estaría. Sobresaltado, enormemente turbado por la emoción, no encuentra comodidad ni calma. Ya se sienta en el suelo, ya se para, ya se arrodilla buscando la mejor posición para contemplar el resultado de tantos días de fatiga y de preocupaciones sin descanso. Aquí está su casita, con su corralito para las ovejas, qué bien pircaditos están los muros. Casi al centro ha dispuesto la cocina y en el cuartito contiguo que es más largo, guardará la leñita y a un costado tenderá cada noche su cama: dos cueros de llama sobre el piso. Cubrirá su desnudez con algunas raídas frazadas y ponchos que ya han olvidado su edad pero que así: rotositas, gastaditas, sin color, todavía siguen abrigando cariñosas a Vitacha, don Vitalino Huamaní Ramos, el orgulloso arquitecto constructor que está culminando su mayor realización.
Vitacha, como lo conocemos en el pueblo - Vitaco para su mamá -, es un jovencito que a ojos de buen cubero no pasa de los doce años, vive con su madre en una humilde casita, con techo de ischu, de dos ambientes apenas. La puerta a la calle es un murete de piedras con dos o tres gradas de acceso. Una quincha de espinas secas de tantar kichca sirve como el candado que avisa si los dueños han salido. Cuando la quincha descansa apartada, paradita a un costado, entonces hay gente en casa y los visitantes podrán anunciarse, aún cuando casi siempre está vacía. Desde muy temprano Vitaco se va a sus ovejas y la madre debe ganarse el sustento ayudando a otras señoras en diversos quehaceres como ventear el trigo, la cebada o las habas. Otros días va a almear maíz, o a cosecharlo, en fin. Si ha estado en el ordeño de las vacas de alguna vecina, entonces es posible que se lleve una bolita de quesillo y algún baldecito con suero.
Vitaco, en cambio, se irá derechito a la casa de don Serafín, uno de los mistis del pueblo, que tiene hartas vacas, gallinas que andan por los patios, dos caballos de montar y un hato de ovejas que a diario debe conducir a la zona de los mojadales baldíos en las afueras de la población, para que se alimenten. Cuando el sol esté ya ocultándose, ordenará el retorno. A veces estos traslados son normales, pacíficos y Vitaco se anima hasta a silbarse alguna cancioncita que recuerde. Pero, en otras ocasiones, el asunto se vuelve bravo, peliagudo, y le hace encolerizar. Sucede que al borrego jefe se le ha ocurrido variar de ruta y quiere meterse en chacras ajenas. Entonces, Vitaco esgrimirá su huaraca procurando poner orden con altas voces de mando:
- Chita, carajo, yanqataq, carajoymierda carajo, mapas cay chitata carajoymierda carajo.
Otros días se encuentra con otros pastores y las chitas se entropan. Entonces la jornada se cumplirá con tareas y juegos compartidos, alternándose en el control de los animales. Pero, si los otros devuelven dos o tres veces a las ovejas díscolas, a Vitacha le ordenan muchísimas veces más, así de abusivos son con él, lo hacen correr más.
Esto de ser pastor de ovejas parece asunto sencillo, pero aparte de las alegrías propias del contacto con los animales y las campiñas, se vive también experiencias bastante pesadas. Vitaco llega temprano a la casa de los patrones, - entra por el zaguán por supuesto -, es la hora en que los “niños” están preparándose para ir a la escuela, tomando sus desayunos. A veces, la señora le alcanza un pancito y le sirve una tacita de quaker, otras veces no está y solamente la cocinera le regala un pocillo con lawa. Otros días no hay nada, sólo le queda abrir el zaguán y salir con sus ovejas. Como ya conocen el camino, no hace más que seguirlas pero debe ir ubicando los destinos más favorables porque si ya han estado varios días en un determinado lugar, los animales no van a encontrar comida y van a escaparse buscando alfalfares o sembríos verdes. Basta que uno de ellos nomás salte el muro, las demás le siguen y ocurre la tragedia, se cae el mundo. Los dueños de las chacras dañadas demandan al patrón y éste, además de la sófera carajeada a Vitacha, va a seguirle sumando el costo de los perjuicios con su respectiva yapa, por supuesto. Hace unas semanas, los carneros invadieron un cerco de alfalfa en brote. A duras penas logró sacarlos pero ya había varios con huicsa punki (hinchazón de panza). Sucede que estos alimentos a veces taponan los conductos respiratorios y los gases estomacales no encuentran salida, se embalonan y asfixian al animal. Claro que el patrón simplemente suma el costo del borreguito muerto. El caso es que Vitacha ya ni sabe cuántos años más tendrá que seguir pasteando las ovejas para pagar sus cuantiosas deudas.
Desde hace un buen tiempo ha preferido venir a esta quebrada, en la cabecera de Poqa, porque los bofedales tienen regular producción de gramillas y las ovejas están más tranquilas. El lugar está bastante alejadito del pueblo, hay que caminar un poco más, pero está más seguro porque felizmente no vienen otros colegas pastores. Aquí ha ubicado un corredorcito casi escondido, relativamente amplio y protegido por piedras grandes, donde ha construido esta su monumental obra: la casita cuya imagen le ha venido persiguiendo aún en sus sobresaltados sueños.
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- Manam aypanchu, achcata apamunki qollqeta, manam aypanchu chaynikiqa. (No alcanza, tienes que traer bastante plata, eso que tienes no alcanza).
Don Julián Puno ya le había repetido varias veces la advertencia, pero Vitacha seguía mostrándole tembloroso, las dos moneditas de veinte centavos que había guardado como su mayor tesoro durante tanto tiempo. Con el rostro suplicante, desencajado, le señalaba al comerciante el juguetito que quería llevarse con sus monedas.
Julián Puno conducía el mayor establecimiento comercial del pueblo, el más surtido. Hacía algunos años había llegado de su natal Sicuani y había establecido una pequeña tiendecita en una de las esquinas del céntrico Jirón Lima. El mote de Puno se lo había regalado el pueblo, porque al principio sólo ofrecía pequeñas chucherías procedentes del sector puneño, como polvos de colores, espejitos, bolitas de cristal, agujas, ojotas de jebe, en fin. En poco tiempo supo surtir su negocio de manera que se convirtió en el almacén de la comarca. No sólo vendía abarrotes, alimentos, también ofrecía prendas de vestir. Sus vitrinas reventaban de hilos y cintas de seda, y cómo iban a faltar los juguetes. Hace dos días que ha rellenado sus mostradores con la mercadería recién llegada de Lima a donde acostumbra viajar con frecuencia. Las señoras ya se han pasado la voz sobre las novedades traídas y los chicos están sobresaltados con tanta juguetería que despierta sus apetitos.
Nadie sabe cómo, también Vitaco se ha aparecido por aquí y se ha quedado absorto, mudo, atontado con el caballito de cuerdas que don Julián hace caminar de rato en rato para convencer a su clientela. Y, de tanto venir a ver el caballito, - apuradito, después de entregar sus chitas -, le han entrado unas ganas irrefrenables de llevárselo consigo. Qué bien se vería al caballito en el amplio corral de su casa de Poqa. Claro que cuando la planificó y construyó, sólo pensaba en las chitas, pero no habrá problemas ahora para hacer la ampliación necesaria. Algunos días, tendrá que jalarlo y tenerlo parado en la puerta de su casa, igual que el caballo ensillado de su patrón, allá en el pueblo.
Al principio ni había reparado en el caballito, pero poco a poco le ha ido ganando la curiosidad, después el deseo y ahora la necesidad de llevárselo consigo. Por eso, ha abierto su escondite más sagrado en busca de la añosa cajita de fósforos que guardaba su enorme capital. Una vez, - hacía ya cuánto tiempo -, venía por la calle central detrás de sus chitas y advirtió algo raro y brillante en el piso y, al alzarlo, se encontró con una monedaza de veinte centavos, que fue su primer capital. Lo admiró sin descanso durante días y después lo guardó en el hoyo más inubicable del mundo. Mucho tiempo después, una señora le pidió ayudarla con algunos bultos, y como pago le regaló otra monedita también de veinte centavos. Entonces sí, supo que alcanzaba el cielo con tanto dinero que guardaría con el mayor celo para siempre. Pero, ahora, no queda alternativa, tiene que llevarse el dichoso caballito. Con gran cuidado y mayor emoción se hizo de sus monedas y, temblando, se acercó a don Julián y valiéndose de su escaso lenguaje, sólo con señas casi, le pidió el juguete.
Pero este don Julián no le hace caso a su dinero. Vitaco no lo puede creer, piensa que se está equivocando el señor, que tal vez no se ha dado cuenta de toda su plata. Aún ha tratado de perseguirlo y convencerlo, pero ya el comerciante se le ha escapado.
Ahora siente cómo poco a poco se le va derrumbando el mundo, se van cerrando las cortinas de la ilusión y la esperanza, y se le van terminado las fuerzas. Qué lindo sería morirse ahora, flotando en el aire libremente, sin destino ni final. La saliva amarga y escasa lo envenena, el corazón late con descontrol y el aturdimiento general lo ha vencido. Le han entrado unas inmensas ganas de llorar, calladito, sin que a nadie le importe, llorar y llorar hasta que se acaben todos los días y todos los meses y todos los años. Las personas que iban entrando al negocio ni cuenta se daban de la tragedia de Vitacha. Algunos, ensayaban jugarle alguna broma, pero él no les oía, no los veía, no los sentía, había perdido toda noción de realidad y sólo ansiaba desaparecer, hacerse nube, hacerse aire, no saber, no sentir. Yo recuerdo clarita la escena. Había venido de la escuela donde cursaba el tercero de primaria y, como solía hacerlo con frecuencia, ya estaba en la tienda del Puno, mi vecino. Quise saludar a Vitaco pero viví su enorme drama y supe cómo no le alcanzaba el cuerpo para tanta tristeza. Entonces conocí que el dolor es tan malo, tan cruel, tan maldito. Con mis nueve años, sentí la impotencia de no poder ayudarlo. ¿Cómo lo haría, dónde encontraría el dinero?. Si le pedía a Julián que me fiara el caballito, se lo iba a consultar a mi papá y por supuesto que éste no lo iba autorizar… Recurrir al chanchito de los ahorros…, pero si apenas tenía un solcito que me había regalado el padrino Leoncio la última vez que pasó por aquí. Tal vez pudiera convencer a mi mamá, pero nunca iba a permitir que después le regalara el juguete a Vitacha. Nadie tendría que verme cargándome angustias ajenas, pero sentí perder todo aliento, cayendo en un infinito desánimo. Aturdido, sólo atiné a meterme en mi huerta y no sé ni cuánto tiempo estuve sentado al pie del manzano floreciente, no sé si habré llorado, cuando desperté tenía el pecho mojadito y el corazón repleto de tristeza.
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- Masaykis huañucun cunan tuta. (Dicen que tu yerno ha muerto esta noche).
Mariacha, la hija de la tía Laura, con quien habíamos crecido en nuestros juegos y en nuestras ilusiones de niños, me soltó la noticia casi sonriendo, en la calle. Tardé un buen momento en saber de quién se trataba, porque jodida como es, no sería raro que me estuviera jugando alguna de sus bromas para carcajearse a mis expensas.
- ¿Maiqen masaytaq huañucunman carqa, manachu onqoqtaqa yacharanichu?...(Cuál de mis yernos pudo haber fallecido, no supe que alguno estuviera enfermo).
- Masayki Vitacha yá. Apita micuspas, huicsa nanaywan wañurun cunan tuta. (Tu yerno Vitacha, pues, dicen que esta noche ha muerto con cólico por haber comido mazamorra).
- Un ángel más en el cielo, - pensé en mis adentros.
Un ángel más, que habrá llegado al cielo con su eterna sonrisa y estará enseñando a los otros angelitos la casita que había sabido construir. Y, claro que es un ángel en el cielo, porque jamás hizo mal alguno, siempre vistió su blanca inocencia. La madre le llevaba a la Escuela año tras año con su descolorido bolsoncito para el cuaderno y el lápiz, pero encontraba la misma recomendación de los maestros: le decían que Vitacha no había venido con la capacidad completa, que era ampicha, zoncito, que no aprendería a leer y que mejor ya no lo mandara. Y, por eso, como era crecidito ya, había aceptado que entrara a pastear la ovejería de don Serafín.
Conforme avanzaba en edad, Vitacha ya se había convertido en una figura popular. Todos buscaban jugarle bromas, le provocaban para que hablara algunas incoherencias que les parecían graciosas. Siempre estaba sonriendo. Alguien le había enseñado a defenderse cuando lo molestaran más de la cuenta, soltando a sus ofensores un montón de carajoymierdacarajo en una cadena sin fin. Después, cuando llegó a ser mayorcito, le empezaron a fastidiar con las pasñas (jóvenes) casaderas y buenamozonas . No faltó quien le enseñó a responder jactándose como el yerno:
- Masaykim cani, carajoymierdacarajo, yanqataq carajoymierdacarajo.(Yo soy tu yerno, carajoymierdacarajo, mucho cuidado, carajoymierdacarajo).
Por supuesto que en poco tiempo se había convertido en el yerno del pueblo.
Por esos años, quisieron enseñar a leer y escribir a la gente mayor, que ya no podía ir a la Escuela. Los instructores los reunían en determinadas casas cuando el sol ya se había ocultado. Claro que matricularon a Vitacha quien acudía entusiasta después de guardar su rebaño. Necesitaban hartos nombres de participantes para demostrar que sí estaban trabajando. Y todos los días lo veía usted, empeñado en conocer las letras de su abecedario y en dibujarlas en su cuadernito. No se agotaba la imaginación de los palomillas del pueblo que se hacían sus amigos y le jugaban hasta bromas pesadas, aprovechando su especial condición. Un día, ese Chapaco, el pape Avicho y el taqla wasa lo habían instruído y convencido para que se apareciera donde sus patrones a decirles que ya sabía leer. La señora, picada en su curiosidad, le pidió demostrárselo. Vitacha, orgulloso leyó en su cartón, señalando los caracteres con los dedos, separando bien las sílabas y entonándolas como en la escuela:
- Car-ca si-ra-pin. (Sucio sirapin).
La señora que no entraba en vainas, se arrebató y terminó dándole un lapo al pobre Vitaco. El pueblo conocía a su marido como Sirapin y le endilgaba la virtud de ser roñoso, tacaño y egoísta.
Los días y los meses siguieron amontonándose sin descanso, al pueblo le tocó vivir sucesos increíbles e injustificables. Mucha gente se tuvo que ir para defender sus vidas, pues nadie estaba seguro de amanecer ya que aparecieron unos supay que mataban a los cristianos como si fueran moscas, sin motivo alguno. Vitacha siguió avanzando en edad y, como ya no tenía el rebaño ajeno desaparecido, tuvo que aprender a defenderse haciendo labores del campo, en su condición de hombre adulto.
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Son días de Navidad y, aún cuando ya estamos saturados de esta ruidosa parafernalia comercial que reduce tan bonita fiesta a florecimiento de los grandes negocios en tiendas y mercados, no hemos podido evitar sin embargo que, a veces, nos gane alguna curiosidad y renazcan ilusiones que creíamos enterradas.
Mirando unas aparatosas vitrinas llenas de luces, recordé a Vitacha. Lo ví tan nítidamente, alcanzando tembloroso sus cuarenta centavitos a Julián Puno. La escena era la misma, pero esta vez, quien acariciaba con angustia los tres billetitos envejecidos y de poco valor, era yo mismo, preguntándome cómo haría para que alcancen y sean suficientes para llevarme ese adminículo que tanto necesito. Y, como aquella vez, sólo quedan espacios para la angustia y el desconsuelo.
De una esquina, me está mirando Vitaco con sus lágrimas silentes y, como en la tienda del Puno hace treinta años, algo se ha vuelto a romper muy adentro y, nuevamente, ríos de lágrimas se están atropellando para salir… De alguna radio lejana, se escucha este cantar:
“Se ha muerto la tristeza,
ayer yo la enterré,
entre las verdes malezas,
para siempre la dejé…”
Nadie lloró por ella,
Ni su triste soledad
Ni sus lágrimas amigas:
En su soledad quedó…”
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