Hacía escasos diez meses que se había inaugurado con la mayor fiesta popular la carretera a Puquio, construída con enorme coraje y decisión, por la Comunidad andamarquina. Recuerdo qaspa qaspacha (apenas, muy borrosamente) que todo el gentío no dejó de bailar durante el día y la noche. Salieron los cuadros costumbristas: danzantes, machoqs y haylleqcuna o waylías, las qayras, vasallos, negritos y pucas, el villano, las vaqueritas y los orqochos, los gañanes con sus pururus y no sé cuántos más. En cada esquina de la plaza habían colocado un vasijón con trago para los cuatro barrios, de manera que no había forma de sustraerse al indescriptible jolgorio. Y es que la Comunidad se había sacado la mugre durante tres años como mínimo peleando con las rocas, el frío, el viento, el hambre, horadando la cordillera construyendo a pico y lampa, la carretera que ahora estamos recorriendo con tanta facilidad.
Fue un proceso lento el que los andamarquinos vivimos para acostumbrarnos a esta nueva forma de transporte. Claro que muchos, todavía seguían recurriendo a las acémilas. Era toda una aventura este viaje, sobre todo si se hacía en época de lluvias y con la familia. Recuerdo que yo y mis hermanos, chiquititos todavía, éramos cargados en angarillas sobre los burros, uno a cada lado. Y, como ya éramos varios, - los demás todavía no habían llegado-, se necesitaban dos burritos como mínimo. Era difícil alcanzar el contrapeso y, si tanto apuraba, nos aumentaban con piedras para que la carga no se ladee de ningún lado. Pero, es harina de otro costal. Ya les contaremos si todavía tenemos tinta y ustedes la paciencia de seguirnos leyendo.
Mucha gente, sobre todo del común o natural, nunca quiso subir a un vehículo que, por otro lado, se presentaba muy esporádicamente. Como la construcción del puente en Tincúhua demoró buen tiempo, algunos carros aprendieron a venir de Puquio hasta este sector. Quienes necesitaban ir hacia la capital provincial, llevaban sus cargas en burrito, cruzaban el río y abordaban el vehículo. Recuerdo que una camioneta con la inscripción “La Flor de Andamarca”, cumplía este viaje. Cuando ya pudieron ingresar al pueblo, después de la inauguración de octubre de 1955, fueron haciéndose conocer los transportes de Fortunato Aragonés, o “el Picaflor Andino”, o el de Abdón Aguilar que trabajó hasta con dos unidades. Todos eran camiones, de manera que la gente debía acomodarse junto con la carga. Más adelante, después de largos años, la empresa Campos que cubría el servicio entre Puquio e Ica, puso un ómnibus de menor tamaño por supuesto, con su chofer don Jesús Hualpa, pero no se quedó, creo que hizo apenas uno o dos viajes. Conforme iban pasando los años, iban aparecieron más camiones y el servicio de pasajeros también empezó a cumplirse en buses modernos de esa época, de las empresas Pérez Albela y Cabanino. Antes, había circulado por algunos años un ómnibus o góndola, le decían, cuya carrocería era absolutamente de madera. No estoy muy seguro si su dueño se apellidaba Ferrel y cubría exclusivamente el servicio entre Puquio y Chipao, pasando naturalmente por Andamarca. Los pilotos o choferes de estas unidades pioneras, alcanzaban el rango de héroes en el imaginario popular, porque se aventuraban sin miedo a manejar esas moles inmensas y dominaban sus secretos al revés y al derecho. De esos tiempos primeros, vamos recordando los nombres de los aludidos Aragonés, Aguilar y, junto a ellos, el famoso “Oqecha” Andrade, don Rósulo Espinoza, los hermanos Jesús y Filomeno Hualpa. Unos años después, la generación de los Quevedo, los Illanes, -Lucho y Silvestre -, los Navarro y tantos otros nombres más que se pierden en el recuerdo.
Acostumbrarse a viajar en vehículos motorizados fue un proceso lento para el andamarquino. El movimiento, por otro lado, era muy irregular. Durante semanas enteras no se veía carro alguno. La forma de viaje más expeditiva entonces, seguía siendo el uso de los caballos. En condiciones normales, un viaje a caballo entre Puquio y Andamarca, podía durar unas diez horas. Después de un buen tren de camino desde las seis de la mañana, había que hacer una parada de una hora como mínimo en Quilcata o Ñuñulla para que los animales descansen, tomen agua y coman algún pasto, mientras nosotros damos cuenta del fiambre infaltable en la alforja. No podemos olvidar, por otro lado, que los empedernidos caminantes seguían cumpliendo sus movilizaciones a pie, como el insuperable Leandro Tito, que hasta se daba el lujo de apostar a los carros, a ver quién llegaba primero al pueblo. El viaje entre Puquio y Andamarca, en camión, no bajaba de unas diez o doce horas. El camino no era bueno, las cuestas muy pronunciadas, el camión subía ayudándose con cuñas de piedras que el ayudante iba poniendo, se recalentaban los motores, las curvas eran tan cerradas que obligaban a cuatro o cinco retrocesos, por lo menos. En los sectores con cara al abismo, la gente prefería bajarse y el único que se arriesgaba era el chofer. En fin, toda una aventura el viajecito este.
Bueno, estábamos en que nuestro camión seguía su lento caminar. Hasta que, pum… El carro se plantó. La lluvia había cesado ya, persistía sólo una pequeña garuíta, casi imperceptible. Como la demora se prolongaba, algunos caballeros bajaron después que el ayudante abriera la puerta. Al rato, desconsolados, informaron que aquí terminaba el viaje, que don Abdón estaba tratando de hallar alguna solución amarrando las piezas quebradas, pero que no había ninguna garantía. Alguien mencionó que estábamos frente a la inmensa laguna de Toryana y que a dos vueltas, encontraríamos auxilio en el Restaurante de Sayre, al empezar Canllapampa. El propósito de Abdón era tratar de llegar siquiera hasta este punto. Con su ayudante improvisaban herramientas, inventaban amarras y garfios especiales, pero todos sus esfuerzos fracasaron. El diagnóstico final: “me tengo que ir a Puquio para traer la pieza que se ha roto, otra forma de avanzar, no hay”. Fácilmente eran ya las cinco de la tarde, teníamos ya diez horas en la carretera y había que llegar al Restaurante, ni pensar en amanecer aquí. Los caballeros ayudaron a bajar a las damas, sacaron sus frazadas y avíos de mano, y me invitaron también.
- Oye hijito, tu no te vas a quedar, lleva tus cositas, vamos a caminar, tenemos que llegar al Restaurante.
Cuando bajé del carro, felizmente ya no llovía, pero el camino estaba mojado y había que cuidar las pisadas. El primer riachuelo a vadear era la salida natural de la laguna, que lógicamente con la lluvia, estaba llena. Felizmente, los señores me ayudaron y pude sortear el obstáculo. Un poco más allá de la primera curva, estaba el otro riachuelo de Supaymayu, que es más cargado, pero felizmente habían logrado improvisar un vado con piedras grandes y pude superarlo con la ayuda de los generosos amigos. Naturalmente que también las señoras padecían en estos pasos. Resultaba inevitable mojarse los pies, yo ya me había empapado uno de ellos, pero no había que llorar. Cuando llegamos a la quebradita de Visca, entonces sí, la cosa se complicó totalmente. El río estaba cargadazo y no habría forma de pasar. Todas las posibilidades de seguir el camino fueron estudiadas por los señores que iban y venían por la orilla del río que bramaba desafiante.
Del otro lado apareció un pastor de puna que con la wara bien arremangada y ayudándose con un palo de regular fuste intentó el cruce, buscando el camino. Porque no sólo es entrar a desafiar la fuerza de las aguas, hay que encontrar dónde fijar las pisadas ya que las piedras han sido movidas por la correntada. Ciriaco era su nombre, y todos lo esperábamos en la orilla. Los mayores le alentaban gritándole indicaciones que no estoy muy seguro de que las escuchara. El caso es que llegó a cruzar y dijo que siempre lo hacía. Los varones, entonces, decidieron hacer una cadena y sacándose los zapatos entraron a desafiar al riachuelo, bajo la guía de Ciriaco. El trayecto fue penoso, algunos amenazaban con caerse por las inseguras pisadas, pero sosteniéndose unos a otros, lograron llegar a la orilla salvadora. Ciriaco retornó por otro grupo y ya todos los varones están a buen recaudo. Ahora, las señoras no iban a poder jalarse. Entonces, Ciriaco decidió cargarse una por una a las cuatro damas. Ver al hombre luchando contra las aguas, con la señora que trepada a su espalda, engarfiada a su cuello, gritaba con desesperación, era un espectáculo que no se podrá olvidar jamás. Como el Restaurante estaba muy cerca, alguien había conseguido traguito y cada vez que llegaba Ciriaco a la orilla salvadora, le animaba con un buen copón, golpeándole la espalda y animándole a seguir con su salvífica tarea. Hasta que llegó mi turno entre los últimos. Claro que conmigo el asunto le resultaría más fácil, digo, por mi insignificante peso. Además, las señoras no iban solitas con su humanidad. Todas llevaban sus pañolones, sus frazadas y los avíos que traían en bolsas o costalillos. Cuando llegamos al Restaurante era ya de noche y toda la verdad de mi inocencia agradecía a Ciriaco. Los caballeros han juntado algunas monedas que el hombre ha recibido sonriente. Por mi parte, sólo he podido alcanzarle algunos panes de mi valioso cargamento.
En el Restaurante, los rostros cambiaron totalmente, todo era chanza, alegría dentro de la adversidad. Claro que quienes se mostraron más nerviosos en el difícil trance, fueron objeto de las burlas de los demás. Un caldito bien caliente es lo que pude servirme, por la invitación de la señora a quien me había encomendado mi abuelita, pues yo ni conocía bien la plata.
Cuando desperté al día siguiente, ya el solcito estaba saludándonos y las señoras hacía rato que estaban en movimiento, ayudando en la cocina para el alimento del día. Con los mejores cálculos, don Abdón estaría bajando recién a Puquio, pues tuvo que irse a pie en la madrugada y, con suerte, estará regresando hasta la noche, si es que algún camión se anima a venir, porque con estas lluvias prefieren esperar a que mejore el tiempo. Yo me animé a caminar un poco y conocer el paisaje. La extensa llanura a todos lados, por el norte Canllapampa, atrás la quebrada de Visca, lejos los farallones de Quillimsa y más allá, al frente izquierdo, Sankupata y tantos otros parajes que ya ni recuerdo. Por allí cerca estaba la estancia de Ciriaco quien después de alimentarse y soltar a sus animales, había llegado a ver cómo nos iba en este reposo canllapampino. Precisamente, fue él quien me indicó los nombres de los lugares que teníamos a la vista. También me señaló la ubicación de las estancias de otros pastores de puna como él, en la inmensa quebrada de Visca.
La señora Albina me buscaba para el almuerzo, pues yo me había alejado de la choza mirando el río y sus ruidosas vueltas. Me empezó a brincar el corazón, cuando advertí la familiar presencia de los caballos de mi papá. Corrí a saludar al “Tapra” y al “Lobito” que también me demostraban su alegría por el reencuentro. Tres señores, habían tomado la madrugada y se habían ido a pie hacia su destino, Aucará. A su paso por Andamarca, le habían avisado a mi papá de nuestro percance. No lo dudó un instante. Ensilló inmediatamente los caballos y encargó al fiel Benigno la tarea de mi rescate. Ligeros de carga, los animales habían avanzado bien en la cuesta y pasado el mediodía estaban listos para el retorno. Apenas tuve tiempo de agradecer a las señoras por su bondad conmigo, monté en el Tapra y, hasta Andamarca no nos para nadie, porque si no nos apuramos la lluvia nos va a lavar en toda la bajada. La pampa la cubrimos a galope limpio, la bajada a Wayllahuarme con cuidado porque el camino está bien mojado y los animales se tropiezan en las piedras movedizas. Igual cuidado debemos tener en la bajada a Huaqraqa y después hasta el puente de Tincúwa. Como todo estaba nublado no se veía bien el horizonte, pero la noche ya empezaba su turno cuando bajé del noble animal en mi casa, para recibir los cariñosos abrazos de mi mamá y la alegría de Laura y Eusebia. Benigno desensilló los caballos y los llevó al mojadal de Totora, de manera que cuando mi papá llegó de la chacra, medio mojado por la lluvia, todo estaba bien dispuesto.
Me convertí en el héroe de la familia y todos no se cansaban de preguntarme por Puquio, cómo era, qué se veía, dicen que de noche las calles están iluminadas y hay bastantes carros que caminan para todo lado. También mis compañeros de aula supieron de mi valor y destreza para cruzar el caudaloso río Visca. En fin.
En estos últimos tiempos, habitantes obligados ya de la vejentud, conversaba con el viejo Leandro en mi tierra.
- Oiga,- me decía-, qué diría don Herminio viendo esto, tanto carro que las calles están llenas en todas direcciones, ya no alcanzan.
Lo decía recordando las interminables jornadas de trabajo en la carretera y cómo mi papá se entercó en su decisión de hacer bajar la carretera por Huaqraqa y Tincúwa, cuando los vecinos de Cabana querían jalar por Sankupata y los chipaínos por Panqapata y Tantuñe. Pero, bueno, de eso hablaremos en otra ocasión. Vamos ahora a disfrutar un maicillo de doña Simonita. Alguno siquiera se habrá salvado. Claro que con tanto movimiento y machucones está bien molidito, pero no lo vamos a desperdiciar. Icha manachu?.
viernes, 26 de julio de 2013
lunes, 22 de julio de 2013
MI PRIMER VIAJE
Seguro estoy de que los desesperados gritos de dolor que salían de mi garganta y llevaban todas las fuerzas de mi pequeña humanidad, se habrán escuchado en todo Puquio. No tardó en ingresar desconcertada una señora para preguntar con imperio a mi abuela qué estaba pasando, qué le estaba haciendo a este pobre chico. Después supe que la indicada dama era la secretaria ejecutiva y única empleada de la famosísima Notaría de don Beli Bendezú en Puquio, capital de la provincia de Lucanas. Estábamos en la zona central de esta ciudad que acababa de descubrir con el asombro de mis primeros ocho añitos. La pequeña vivienda de mi abuela se situaba a un costado de la referida Notaría y casi al frente del emporio comercial de don Julio Bendezú, uno de los más importantes de la región.
Mi abuela, con la absoluta facilidad que tenía para despachar a los mirones, le dijo que todo estaba bien, que no pasaba nada, que nadie estaba muriendo, que no se preocupara. Y, no era que no pasaba nada, porque sí estaba pasando, y mucho, y era que todo el dolor del mundo estaba amontonado en mi inocente boca, pues la querida madrecita de mi papá, me estaba aplicando uno de sus fulminantes tratamientos curativos que no admitían discusión alguna: estaba frotando todo el interior de mi boca con cochayuyo seco y otras yerbas afines, y lo hacía con mayor fuerza, pues, según ella, la parte afectada debía sangrar. Un tiempo después, escuché decir que los dentistas aplicaban unas curaciones con taladros eléctricos, en las que simplemente veías a Judas calato, pero en esta ocasión, yo creo que ví no solamente a Judas sino a toda su cohorte, incluídas su mujer y su trampa.
El caso es que yo estaba en manos de la sabia y poderosa mano curativa de mi abuelita doña Simona Ruiz de Castilla y Córdova, porque hacía unos buenos días que venía turbando la habitual calma de nuestra casa en Andamarca, debido a unos terribles dolores en el interior de la boca que no me dejaban comer. El sentarme a la mesa, era una real tortura y el llanto infatigable era mi ocupación, pese a los consejos y tratamientos de mi mamá. Mi madrina Anita, sabia matrona y médica del pueblo, había acudido presurosa en mi auxilio, pero como no me dejaba tocar la parte dolorosa, no podía aplicarme sus remedios y apenas si aceptaba algunas infusiones naturales que sólo calmaban por momentos el martirio.
En estas circunstancias, intervino mi papá, saturado por las quejas de mi madre, que no te preocupas, que el chico está mal, que no come, que llora día y noche, que te vas a la chacra y no conoces lo que está pasando, ni a la escuela quiere ir, que hasta se le ha hinchado la boquita que está llena de granos, que ya no sé qué hacer, en fin… Don Herminio, mi padre, hombre de pocas palabras y decisiones inflexibles pronunció la sentencia final: que se vaya al Hospital de Puquio. ¿Y quién lo va a llevar?...
- Claro que se ensilla los caballos y nos vamos, pero en este momento, no puedo dejar el trabajo, estoy echando semilla de alfalfa, se malograría todo. Total, es hombrecito, que se vaya en carro, le encargamos a alguna persona mayor que esté viajando, en Puquio lo recibirá mi mamá y se encargará de hacerlo ver y tratar.
Efectivamente, recuerdo que mi mamá me palabreó bien bonito, me dijo: “ya estás grande, te van a curar en Puquio, no te asustes, vas a ir bien recomendado, allá, tu abuelita te va a hacer ver y en dos o tres días nomás te vas a regresar y más bien vas a conocer Puquio”…, y así… Yo no estaba bien convencido y seguía llorando, no sé si por los dolores o porque tenía miedo de ese mundo nuevo que iría a descubrir.
El asunto es que, precisamente hoy, ha pasado el camión de Aragonés con dirección a Cabana y dice que en tres días, o sea el miércoles, va a estar de regreso. Hay que tener todo listo: su ropita, su fiambre y la papeleta para mi mamá, con la platita para el Hospital y las medicinas. Y, pues, llegó el día. Mis papás han conversado repetidamente con una señora y me han subido al camión. Me han acomodado junto a las señoras pasajeras y a otros caballeros que charlotean de cosas que no entiendo. Llevo mi equipaje: una bolsa pequeña con mis ropas, un mantel bordado por el arte de mi mamá, que guarda el preparado especial a base de gallina que me servirá de fiambre y otro paquete con cuatro moldecitos de queso para la abuela. Sus recomendaciones no cesan hasta que el carro inicia su lento trajín. Recuerdo que, felizmente, el viaje se cumplió sin sobresaltos y en la nochecita, la señora Francisca, estaba cumpliendo el encargo.
- Mira Simonita, aquí te lo entrego, enterito.
Mi abuela, por supuesto, le expresó sus agradecimientos reiteradamente y le obsequió unos maicillos que sabía preparar con una especialidad insuperable.
Después de hacerme tomar con mucha dedicación una agüita de salvia con unas rosquillas que tuve que humedecer para no empezar con los llantos, me sometió al examen de enterada especialista, a ver qué es eso que tanto sacrifica a esta criatura. “Mamallay mama, valor conciencia, waknatachu quntarusqa”, iba expresando su inconformidad, a medida que descubría la raíz del problema y concluía su diagnóstico: “el escorbuto le ha llenado la lengua y toda la boca. Por eso, esta huahua no puede ni hablar bien”. Me hizo rezar las oraciones de la noche al pie de la cama y ¡a descansar muchachito!, ordenó. El sueño no demoró ni un poquito, porque estaba cansado por el viaje con sus baches y su pesadez. Cuando desperté al día siguiente, el sol estaba sobre el pueblo y mi abuela había culminado ya sus peregrinajes madrugadores. Su primer destino: el horno de Gabulle, para sacar pan que luego ofrecería en su pequeña tienda, después, sus menesteres acostumbrados. Hoy, le urgía conseguir cochayuyo, pero del especial y seco.
Como desayuno sólo pude pasar un matecito de manzanilla con pancito remojado. En Andamarca, habitualmente, no hacían pan, de manera que descubrir los sabores de la chapla puquiana bien valía el doloroso riesgo. En el almuerzo pude pasar un caldito muy rico, pero definitivamente mi problema bucal estaba trayendo ya consecuencias. “Vea usted cómo se ha enflaquecido este chico, si era gordito, ahora está que se lo va a llevar el viento. Claro si no come, qué le va a sostener siquiera”.
Llegó la hora, las cinco de la tarde, no se puede postergar más la obligación de subir al patíbulo. Mi abuela me palabrea con cariño:
- Hijito, vas a aguantar, seguro te va a quemar un poquito, pero es para curarte, cómo vas a estar así sin comer, después ya ni agua vas a poder pasar, y no te vamos a ver así, hasta cuándo. No te va a doler mucho, tú eres bien hombrecito, un ratito nomás va a ser para que te cures de una vez. No vayas a cerrar la boca, mira que ya está pasando.
La fricción de las hojas secas contra las llagas vivas de las ampollitas desbarrancaron mis lágrimas, contra mi decisión y voluntad de aguantar como los machos. Ante tanto dolor, pensé que debía rebelarme, total, mi papá no me había mandado para que mi abuela experimente sus curaciones caseras, sino para que me examinen en el Hospital, un médico tenía que ver mi problema y seguro que con dos o tres pastillas se arreglaba todo el asunto. Pero, nada podía decir ya, no había posibilidad alguna de salvación. Ya la abuela ha guardado su inicial delicadeza y finura y ahora está restregando literalmente las hojas secas contra las débiles paredes de mi caverna bucal con tal fuerza que mis aterrados y desesperados gritos han salido con virulencia. Ni cuando la señora vecina intervino, mi abuela dejó la fricción, si bien iba respondiendo algo, su mano no descansó un instante. Imposible calcular cuánto duró la tortura, pero cuando mi abuela paró la masacre bucal, ya yo estaba sin aliento, con una quemazón y unos dolores como no han existido jamás en el universo todo.
- Ya te va a pasar, descansa, ya terminé, ya cálmate, - me consolaba, mientras me daba a tomar unos emolientes especiales que había preparado.
No sé cuánto tiempo estuve tirado sobre la cama, claro que ya había dejado de gritar, tenía mojadito hasta el cuello con tanto que había llorado y fui encontrando la tranquilidad que antes no había tenido y me quedé dormido soñando no sé en qué mundos sin dolores en la boca.
Ha llegado un nuevo día. Después de levantarme, mi abuela hizo que me enjuagara la boca con unos preparados especiales, y aprovechó para darle una mirada a ver cómo iba evolucionando el trabajito de ayer tarde.
- Está bien, - dijo -, el enrojecimiento va a ir pasando poco a poco, si esto va así, no habrá necesidad de repetir la curación, parece que todos los granitos van a desaparecer, veremos hasta la noche.
Ya pude comer bien hoy día, parece que los tiempos de martirio han pasado. Un nuevo examen y el diagnóstico final:
- Sólo vas a tomar este emoliente y estás listo para regresar, no debes seguir faltando a la Escuela.
Después de dos días, en que estuvo recorriendo Puquio averiguando algún carro que saliera para Andamarca, hoy me ha despedido recomendándome a una señora de Aucará que ha aceptado el encargo con mucha amabilidad. Total, ya en mi pueblo, no iba a perderme.
Esta vez, el viaje lo estamos cumpliendo en el camión de don Abdón Aguilar y, como no podía ser de otra manera, mi abuela me ha proveído de una buena bolsa de rosquitas, alfajores, maicillos y panes puquianos, para que todos los chicos y tus papás, siquiera los prueben, ya que no sabemos hasta cuándo será.
Sería las nueve de la mañana cuando me hizo subir a la plataforma del camión viajero. Con mi bolsita de panes, mi costalillo con mis ropitas, mi ponchito y mi sombrerito, me acomodaron junto a la delegación de pasajeros. Claro que también el camión estaba lleno de cajones, costales, cilindros y no sé qué cachivaches más. Recuerdo, por ejemplo, que yo estaba arrimado a una llanta enorme, casi del tamaño de una vaca. Los comerciantes llevaban mercadería surtida, azúcar, arroz, kerosene, cerveza, harina y también frutas. Cada viajero ha hecho un espacio para sentarse, tapándose con sus frazadas.
Un joven que era el ayudante, iba en la canastilla construída sobre la caseta desde donde operaba el chofer, don Abdón. Con mi natural prudencia yo iba calladito, ansioso por llegar cuanto antes a mi pueblo. Mientras el camión gemía en la dura cuesta, vimos que el sol se perdió, y las nubes cubrieron el cielo con tal empuje que ha empezado a llover. Rápidamente, el ayudante asistido por algunos caballeros ha cubierto el camión con una toldera de lona especial. Ahora, ya no podemos asomarnos para ver por las rendijas qué ocurría en nuestro camino, menos podemos calcular dónde nos encontramos. Yo tenía sensaciones raras, por ratos ni podía precisar si el carro iba hacia adelante o atrás o hacia un costado. Felizmente, no tuve ese problema de algunas señoras o chicos que empezaban a arrojar. Decían que se habían mareado. El problema era serio, porque había que cubrirse y dejar de ver, pues el espectáculo también podría provocarnos las náuseas. “Ama qawaychu”, recomendaban con imperio las personas mayores.(Seguiremos).
Mi abuela, con la absoluta facilidad que tenía para despachar a los mirones, le dijo que todo estaba bien, que no pasaba nada, que nadie estaba muriendo, que no se preocupara. Y, no era que no pasaba nada, porque sí estaba pasando, y mucho, y era que todo el dolor del mundo estaba amontonado en mi inocente boca, pues la querida madrecita de mi papá, me estaba aplicando uno de sus fulminantes tratamientos curativos que no admitían discusión alguna: estaba frotando todo el interior de mi boca con cochayuyo seco y otras yerbas afines, y lo hacía con mayor fuerza, pues, según ella, la parte afectada debía sangrar. Un tiempo después, escuché decir que los dentistas aplicaban unas curaciones con taladros eléctricos, en las que simplemente veías a Judas calato, pero en esta ocasión, yo creo que ví no solamente a Judas sino a toda su cohorte, incluídas su mujer y su trampa.
El caso es que yo estaba en manos de la sabia y poderosa mano curativa de mi abuelita doña Simona Ruiz de Castilla y Córdova, porque hacía unos buenos días que venía turbando la habitual calma de nuestra casa en Andamarca, debido a unos terribles dolores en el interior de la boca que no me dejaban comer. El sentarme a la mesa, era una real tortura y el llanto infatigable era mi ocupación, pese a los consejos y tratamientos de mi mamá. Mi madrina Anita, sabia matrona y médica del pueblo, había acudido presurosa en mi auxilio, pero como no me dejaba tocar la parte dolorosa, no podía aplicarme sus remedios y apenas si aceptaba algunas infusiones naturales que sólo calmaban por momentos el martirio.
En estas circunstancias, intervino mi papá, saturado por las quejas de mi madre, que no te preocupas, que el chico está mal, que no come, que llora día y noche, que te vas a la chacra y no conoces lo que está pasando, ni a la escuela quiere ir, que hasta se le ha hinchado la boquita que está llena de granos, que ya no sé qué hacer, en fin… Don Herminio, mi padre, hombre de pocas palabras y decisiones inflexibles pronunció la sentencia final: que se vaya al Hospital de Puquio. ¿Y quién lo va a llevar?...
- Claro que se ensilla los caballos y nos vamos, pero en este momento, no puedo dejar el trabajo, estoy echando semilla de alfalfa, se malograría todo. Total, es hombrecito, que se vaya en carro, le encargamos a alguna persona mayor que esté viajando, en Puquio lo recibirá mi mamá y se encargará de hacerlo ver y tratar.
Efectivamente, recuerdo que mi mamá me palabreó bien bonito, me dijo: “ya estás grande, te van a curar en Puquio, no te asustes, vas a ir bien recomendado, allá, tu abuelita te va a hacer ver y en dos o tres días nomás te vas a regresar y más bien vas a conocer Puquio”…, y así… Yo no estaba bien convencido y seguía llorando, no sé si por los dolores o porque tenía miedo de ese mundo nuevo que iría a descubrir.
El asunto es que, precisamente hoy, ha pasado el camión de Aragonés con dirección a Cabana y dice que en tres días, o sea el miércoles, va a estar de regreso. Hay que tener todo listo: su ropita, su fiambre y la papeleta para mi mamá, con la platita para el Hospital y las medicinas. Y, pues, llegó el día. Mis papás han conversado repetidamente con una señora y me han subido al camión. Me han acomodado junto a las señoras pasajeras y a otros caballeros que charlotean de cosas que no entiendo. Llevo mi equipaje: una bolsa pequeña con mis ropas, un mantel bordado por el arte de mi mamá, que guarda el preparado especial a base de gallina que me servirá de fiambre y otro paquete con cuatro moldecitos de queso para la abuela. Sus recomendaciones no cesan hasta que el carro inicia su lento trajín. Recuerdo que, felizmente, el viaje se cumplió sin sobresaltos y en la nochecita, la señora Francisca, estaba cumpliendo el encargo.
- Mira Simonita, aquí te lo entrego, enterito.
Mi abuela, por supuesto, le expresó sus agradecimientos reiteradamente y le obsequió unos maicillos que sabía preparar con una especialidad insuperable.
Después de hacerme tomar con mucha dedicación una agüita de salvia con unas rosquillas que tuve que humedecer para no empezar con los llantos, me sometió al examen de enterada especialista, a ver qué es eso que tanto sacrifica a esta criatura. “Mamallay mama, valor conciencia, waknatachu quntarusqa”, iba expresando su inconformidad, a medida que descubría la raíz del problema y concluía su diagnóstico: “el escorbuto le ha llenado la lengua y toda la boca. Por eso, esta huahua no puede ni hablar bien”. Me hizo rezar las oraciones de la noche al pie de la cama y ¡a descansar muchachito!, ordenó. El sueño no demoró ni un poquito, porque estaba cansado por el viaje con sus baches y su pesadez. Cuando desperté al día siguiente, el sol estaba sobre el pueblo y mi abuela había culminado ya sus peregrinajes madrugadores. Su primer destino: el horno de Gabulle, para sacar pan que luego ofrecería en su pequeña tienda, después, sus menesteres acostumbrados. Hoy, le urgía conseguir cochayuyo, pero del especial y seco.
Como desayuno sólo pude pasar un matecito de manzanilla con pancito remojado. En Andamarca, habitualmente, no hacían pan, de manera que descubrir los sabores de la chapla puquiana bien valía el doloroso riesgo. En el almuerzo pude pasar un caldito muy rico, pero definitivamente mi problema bucal estaba trayendo ya consecuencias. “Vea usted cómo se ha enflaquecido este chico, si era gordito, ahora está que se lo va a llevar el viento. Claro si no come, qué le va a sostener siquiera”.
Llegó la hora, las cinco de la tarde, no se puede postergar más la obligación de subir al patíbulo. Mi abuela me palabrea con cariño:
- Hijito, vas a aguantar, seguro te va a quemar un poquito, pero es para curarte, cómo vas a estar así sin comer, después ya ni agua vas a poder pasar, y no te vamos a ver así, hasta cuándo. No te va a doler mucho, tú eres bien hombrecito, un ratito nomás va a ser para que te cures de una vez. No vayas a cerrar la boca, mira que ya está pasando.
La fricción de las hojas secas contra las llagas vivas de las ampollitas desbarrancaron mis lágrimas, contra mi decisión y voluntad de aguantar como los machos. Ante tanto dolor, pensé que debía rebelarme, total, mi papá no me había mandado para que mi abuela experimente sus curaciones caseras, sino para que me examinen en el Hospital, un médico tenía que ver mi problema y seguro que con dos o tres pastillas se arreglaba todo el asunto. Pero, nada podía decir ya, no había posibilidad alguna de salvación. Ya la abuela ha guardado su inicial delicadeza y finura y ahora está restregando literalmente las hojas secas contra las débiles paredes de mi caverna bucal con tal fuerza que mis aterrados y desesperados gritos han salido con virulencia. Ni cuando la señora vecina intervino, mi abuela dejó la fricción, si bien iba respondiendo algo, su mano no descansó un instante. Imposible calcular cuánto duró la tortura, pero cuando mi abuela paró la masacre bucal, ya yo estaba sin aliento, con una quemazón y unos dolores como no han existido jamás en el universo todo.
- Ya te va a pasar, descansa, ya terminé, ya cálmate, - me consolaba, mientras me daba a tomar unos emolientes especiales que había preparado.
No sé cuánto tiempo estuve tirado sobre la cama, claro que ya había dejado de gritar, tenía mojadito hasta el cuello con tanto que había llorado y fui encontrando la tranquilidad que antes no había tenido y me quedé dormido soñando no sé en qué mundos sin dolores en la boca.
Ha llegado un nuevo día. Después de levantarme, mi abuela hizo que me enjuagara la boca con unos preparados especiales, y aprovechó para darle una mirada a ver cómo iba evolucionando el trabajito de ayer tarde.
- Está bien, - dijo -, el enrojecimiento va a ir pasando poco a poco, si esto va así, no habrá necesidad de repetir la curación, parece que todos los granitos van a desaparecer, veremos hasta la noche.
Ya pude comer bien hoy día, parece que los tiempos de martirio han pasado. Un nuevo examen y el diagnóstico final:
- Sólo vas a tomar este emoliente y estás listo para regresar, no debes seguir faltando a la Escuela.
Después de dos días, en que estuvo recorriendo Puquio averiguando algún carro que saliera para Andamarca, hoy me ha despedido recomendándome a una señora de Aucará que ha aceptado el encargo con mucha amabilidad. Total, ya en mi pueblo, no iba a perderme.
Esta vez, el viaje lo estamos cumpliendo en el camión de don Abdón Aguilar y, como no podía ser de otra manera, mi abuela me ha proveído de una buena bolsa de rosquitas, alfajores, maicillos y panes puquianos, para que todos los chicos y tus papás, siquiera los prueben, ya que no sabemos hasta cuándo será.
Sería las nueve de la mañana cuando me hizo subir a la plataforma del camión viajero. Con mi bolsita de panes, mi costalillo con mis ropitas, mi ponchito y mi sombrerito, me acomodaron junto a la delegación de pasajeros. Claro que también el camión estaba lleno de cajones, costales, cilindros y no sé qué cachivaches más. Recuerdo, por ejemplo, que yo estaba arrimado a una llanta enorme, casi del tamaño de una vaca. Los comerciantes llevaban mercadería surtida, azúcar, arroz, kerosene, cerveza, harina y también frutas. Cada viajero ha hecho un espacio para sentarse, tapándose con sus frazadas.
Un joven que era el ayudante, iba en la canastilla construída sobre la caseta desde donde operaba el chofer, don Abdón. Con mi natural prudencia yo iba calladito, ansioso por llegar cuanto antes a mi pueblo. Mientras el camión gemía en la dura cuesta, vimos que el sol se perdió, y las nubes cubrieron el cielo con tal empuje que ha empezado a llover. Rápidamente, el ayudante asistido por algunos caballeros ha cubierto el camión con una toldera de lona especial. Ahora, ya no podemos asomarnos para ver por las rendijas qué ocurría en nuestro camino, menos podemos calcular dónde nos encontramos. Yo tenía sensaciones raras, por ratos ni podía precisar si el carro iba hacia adelante o atrás o hacia un costado. Felizmente, no tuve ese problema de algunas señoras o chicos que empezaban a arrojar. Decían que se habían mareado. El problema era serio, porque había que cubrirse y dejar de ver, pues el espectáculo también podría provocarnos las náuseas. “Ama qawaychu”, recomendaban con imperio las personas mayores.(Seguiremos).
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