Hace ya un buen ratazo que se están agolpando en mi cabeza las escenas de aquellos años infantiles en Andamarca. Como vengo jugando con los recuerdos, al principio hasta he sonreído, pero ahorita me está ganando una gran preocupación. Como que recuerdo más. Será porque el estómago me está gritando encolerizado. Imanaycusaqraq. Esta sensación sólo la había vivido pocas veces en Andamarca, cuando íbamos “por daño” con alguno de mis hermanos.
Como a eso de las tres de la mañana don Herminio daba la señal. “Yaááááá”, decía y no había más. Procurando no hacer bulla, nos abrigábamos lo mejor que podíamos, buscábamos la huaraquita compañera y ¡a caminar!. Solíamos iniciar el peregrinaje por Ninakiro, Alfapampa, seguir por Cuyo hasta Chulluca antes del retorno a casa para ir a la Escuela. Unas veces eran los alfalfarcitos florecientes, otras, los cultivos de maíz o papa que debíamos vigilar con celo. Mis paisanos eran ultramoscas, hasta se pasaban la voz: “ellos no saben andar de noche” y tranquilamente los conchefrescas metían sus animales en nuestros cercos, los pasteaban unas horas y luego hasta dejaban bien pircaditos los portillos. Otros, solamente soltaban a sus animales y éstos, como enseñados, se metían igual a banquetearse con lo nuestro.
A esta invasión no autorizada le llamábamos “daño”. Si encontrábamos animales ajenos en nuestras propiedades, los arreábamos al pueblo y los encerrábamos en el “coso municipal”, la temida prisión para los intrusos. El “coso”, pues, era un corral grande, de altas paredes, total y absolutamente árido, sin una sola gramilla de pasto silvestre siquiera y ningún vestigio de agua. Los animales que caían al coso, se arrepentían para toda su vida porque pasaban todas las hambres. Si tenían la mala suerte de no ser reclamados por sus dueños, les había caído la maldición entera porque debían pasar tres días en ayuno total, antes de pasar al “depósito” donde sí comían algo y luego al remate público. Para rescatarlos, el propietario debía negociar un arreglo con el perjudicado. Generalmente, era un pago en dinero o compensaciones justipreciadas. Cuando estos arreglos se concretaban, mi papá nos estimulaba con alguna propina cuyo monto dependía de su estado de humor. Pero, perdíamos en la mayoría de oportunidades porque hacía sus arreglos, por ejemplo, con canjes de jornales de trabajo o compensaciones en la misma especie. No había efectivo, no había pago, mi amigo.
Hacer llegar a los animales intrusos al “coso”, era un verdadero triunfo. Algunos habían aprendido las artes de sus dueños, no se dejaban conducir, se escapaban a la menor oportunidad. Si vencíamos, saboreábamos nuestro triunfo, recibíamos la aprobación general en casa, andábamos como pavoneándonos todavía. Pero, las otras veces, después de dos horas de caminata y de estar correteando detrás de los animales dañadores, ya el sol estaba bien alto, el cuerpo había cambiado la tembladera del frío de la madrugada por esta otra nacida en el hambre que perforaba las tripas. Al principio, un poquito nomás, después ya incontenible, algo como para llorar. Aunque sea alfalfa querías comer. Si encontrábamos siquiera canchita qotqo en alguno de nuestros bolsillos, salvábamos nuestra existencia hasta llegar a la casa. Sudorosos, avergonzados, entrábamos por el zaguán, asaltábamos la cocina con la complicidad de la buena Tomasa y nos esfumábamos calladitos a la Escuela, para evadir las severas reconvenciones por nuestra manifiesta inutilidad.
Igualito que esas veces, ahorita estoy sintiendo que las tripas ya se han pedaceado, algo que no sufría hace tanto tiempo. Voy a estar en serios problemas si no encuentro nada. Pero no sé qué encontraré en esta soledad de la puna más alta de toda la región, lo único que me queda es seguir caminando.
Y hace ya más de tres horas que lo vengo haciendo en esta peregrinación que nunca soñé ni en mis peores fantasías y que, como van las cosas, no sé si tendrá final. Cada minuto que pasa, el asunto se pone más feo, porque las distancias crecen, sólo tengo al frente el hilo de la carretera y cerros inmensos mirándome indiferentes. El frío viento chicotea la cara, silbando en esta altura de más de 4 mil metros. Bien jodido, sí señor.
- Carluschalla caraju, mayraqcha weqeyta paganaykiqa….
- Carluscha carajo, cuánto todavía tendrás que pagar mis lágrimas…
Una voz bastante familiar me sacó de mis abstracciones, miré por todos lados y con cierta dificultad identifiqué al pregonero, sentado en la tolva de una camioneta que iba de Puquio a Nasca. Era, pues, nada más y nada menos que el “gordo” Heredia, el famoso Sihuarcito, el cantante de Los Puquiales.
Resulta que el día anterior, desde la mañana estuve buscando un pasaje para viajar de Lima a Puquio, la única forma de seguir hasta mi tierra Andamarca. En la agencia de transportes sólo encontré un barullo descomunal y el desaliento en los rostros de quienes como yo habían acudido a proveerse del dichoso boleto. Estábamos en vísperas de la Fiesta del Señor de la Ascensión y la gente había viajado por toneladas. Yo ya estaba con los plazos casi vencidos y debía llegar con suma urgencia a mi chamba en el pueblo. En ese estar dando vueltas encontré que un grupo de pasajeros había convencido al dueño de una unidad de servicio interprovincial y ya se ultimaban los detalles. No dudé en pagar mi asiento y con alivio iniciamos el viaje más o menos a las cuatro de la tarde.
El ambiente era de alegría bañado por un aura de entusiasmo. Según la hora de nuestra salida, fácilmente podíamos estar en Puquio a más tardar a las once de la mañana. Buena hora para unirse a la fiesta, hasta se alcanzaba a la Misa central. El chofer y el propietario de la unidad parecían ser los más entusiasmados con el viaje, los cuarenta asientos estaban repletitos y además, conversaban que la reparación general del motor había quedado de maravillas. Hasta me pareció que el ómnibus superaba las velocidades acostumbradas. En ningún momento decrecía el ánimo de satisfacción compartida. Después de la parada obligatoria en Nasca para la comida, nos acomodamos para el sueño mientras el bus salía de la panamericana y empezaba a devorar los kilómetros que nos separaban de Puquio.
Yo no entiendo mucho de este asunto de los motores, pero todos los viajeros conocíamos que los carros esperaban en Nasca a que venciera la tarde para emprender la dura cuesta a la cordillera. Ya en camino, religiosamente, todos los vehículos hacían dos paradas en la cuesta, una en Ispana Pata por Cuesta borracho o Huallhua y la otra en Villatambo. El chofer y el ayudante revisaban las llantas y el estado de calentamiento del motor, auxiliándolo con agüita, mientras los pasajeros aprovechábamos para servirnos un cafecito que amenguara el frío reinante. Pero ahora, nuestro bólido ha pasado todos estos puntos sin cumplir los procedimientos. Definitivamente, el chofer estaba supermotivado, creo que hasta cantaba. Repetía que el motor era un avión, que había quedado sedita y que no debíamos perder tiempo. A este paso, pensé para mis adentros, estaremos en Puquio no más allá de las ocho de la mañana.
Nuevamente traté de arroparme de lo mejor y me había quedado dormido ya ignorando los baches acostumbrados, la vía no había sido asfaltada aún. Ya casi venciendo la última cuestecita antes de dominar la amplia meseta de Galeras, el chofer empezó a detectar problemas. El ayudante bajó en busca de agua que echaron en gran cantidad y sus conversaciones e indicaciones denotaban creciente preocupación. Todavía forzaron un poco más al vehículo y logramos llegar hasta la altura de la estación de vicuñeros. Muy clarito dijeron que hasta aquí había llegado el viaje, que probablemente el motor había fundido no sé qué piezas por el recalentamiento. Todavía demoré largos minutos para asimilar la dimensión de mi tragedia. Eran las cinco de la mañana, hacía un frío de los mil diablos y no quedaba posibilidad alguna de salvación. ¿Vendría algún carro de Nasca a Puquio que pudiera auxiliarnos?. Y si se presentara ¿podrá o querrá llevarnos, si somos más de 40?... Además, los que iban al Cusco o Apurímac pasarían por Galeras ya en la noche ¿y qué haríamos todo el día, de hambre, sin esperanzas?. Algunos todavía tratamos de animar al chofer a seguir intentando un arreglo mecánico, pero cuando vimos que el propietario casi lloraba, ya no insistimos más.
Algunos pasajeros ya habían cogido sus chivas y estaban caminando por toda la inmensa pampa. Todos convinimos en que la única posibilidad de salvación estaba en llegar al Restaurantito de Qollpa, antes de la bajada para Vado.
Miraba y miraba el horizonte, para comprender que no había más remedio, que debía caminar como lo hacía la mayoría de socios de viaje. Cargué mi maletincito, que felizmente era pequeño, pero también debía llevar una damajuana de vino, de esas de cuatro litros. De nada valía que requintara contra mi mala suerte y esa mi facilidad innata para aceptar encarguitos. El caso es que el bus había parado en Ica, en la noche, en la calle acostumbrada. Y mi paisano Venancio, mi compañero de carpeta, me encontró precisamente a mí. Andaba en busca de alguien a quien enchufarle el bulto. ¡Cómo no me oculté aunque sea debajo del asiento!... Me pidió que le llevara este vinito a su papá, por su cumpleaños. Recibí el paquetón y sólo me acordé de él cuando bajé del bus siniestrado. En una mano mi maletín y en la otra la bendita damajuana. Al principio traté de mantener un paso respetable para que no quedarme sólo en la cola.
Unos patas caminaban como venados, en un ratito sólo se veía un puntito negro en la inmensidad de la carretera. Qué tremenda que había sido esta pampa de Galeras, chachallau. Nunca se acaba, creo que ya he caminado como de Puquio a Andamarca, hasta pienso en rendirme, pero miro por todos lados y no encuentro un sitio donde refugiarme. Ningún carro pasa en esta dirección de Nasca a Puquio, sólo nos cruzamos con un camión que iba en sentido opuesto. Por fin, voy terminando la altipampa, y empieza una depresión, también enorme. Cuando la bajada empezaba a pronunciarse más, vi una camioneta que venía en sentido contrario y que paró porque su chofer se puso a conversar con algunos compañeros caminantes. Yo pasaba indiferente, no conocía a nadie, cuando escuché la voz que me repetía su amenaza. Me fijé bien y ubiqué como repito, al buen Adón que se reía de mi desgracia.
Hacía más de un año que ya no nos frecuentábamos, porque me había retirado del grupo Los Puquiales que había dirigido en su primera década de vida. Artísticamente, cada uno caminábamos por nuestra cuenta. Aproveché de la circunstancia para descansar un poco y me puse a conversar con él. Le conté porqué me había metido en este trance. El, por supuesto, no dejaba la sonrisa cachosa y me repetía su predicciónde que yo tendría que pagar sus lágrimas. Le pregunté por qué se iba de la Fiesta si todos los puquianos habían colmado su tierra. Me dijo que no le interesaban las corridas y que estaba aprovechando los días festivos para hacer una visita a Ica y que volvería ya a partir del domingo a su chamba. Creo que todavía seguía trabajando en el Instituto. El chofer arrancó la camioneta y fue el momento de despedirnos. El no dejaba su sonrisa con sorna y remataba todavía:
- Cunanmi wañunki, mayraqcha waqanaykiqa.
- Ahora vas a morir, cuánto todavía tendrás que llorar.
Le respondí que me defendería como hombre y que estaba acostumbrado a estos desafíos, que si era necesario iba a llegar hasta Andamarca caminando y nos despedimos entre sonrisas. Finalmente, me alcanzó unos panecitos que nunca faltaban en su bolso, haciendo constar que estaba haciendo tremendo sacrificio solamente por tratarse de mí.
Recién estaba en la primera tremenda curva y el camino no encontraba fin. Aquí es donde empezó a picar más que nunca el hambre. Que si fuera sólo hambre, de alguna manera podríamos soportar, el problema es que venía con un sensación de debilidad brava, hasta los pies se querían rebelar. Empecé a sentarme para descansar y recuperar de alguna manera el aliento. Claro que a este paso, iba a llegar al bendito punto de auxilio siglos después del último peregrino. Y que conste que había señoras también en el pelotón y hacía rato que me habían dejado lejos. Casi en trance de agonía recordé los pancitos del gordo Heredía y decidí irlos pasando con mucho sentido de la economía, de poquito en poco, haciéndome durar todo lo más que podía. Lo que más me jodía era el cargamento recibido de mi paisano en Ica. Como sea, mi maletín era portable, con la correa de mi pantalón me lo cargué a la espalda, pero el porrón era el martirio, porque aumentaba de peso a cada instante. En algún momento pensé en dejarlo tirado por allí, porque ni para tomarlo tenía ganas. Con seguridad, es de las ricas parras de Viña Puquio, que sólo el buen Chapaco defendía en las sesiones espirituosas, allá en el pueblo:
- Acaso Ica o Chincha no más tienen su vino, también en Puquio hay, mira esta marca dice Viñapuquio. Hay buena cachina, buen vino, buen pisco, de pura uva de los parrales de Puquio.
Otro cerro más, ya he caminado como tres semanas creo, y por fin un atisbo de esperanza en el lejano horizonte. Efectivamente, era el Restaurant al que debía llegar y había un camión parado allí en su frentera. Me limpio mejor los ojos, ¡el carro está mirando a Puquio, ojalá que lo alcance!. Mi bendita suerte se va a coronar cuando el carro se largue faltándome cinco metros para treparme en él. Aceleré lo más que pude e ingresé al Restaurante casi en agonía.
Me informé que, efectivamente, el carro iba a ir a Puquio, pero su chofer estaba huarapeando con otros personajes. Qué podíamos hacer. “En algún momento se irá”, dije y me subí a la barandilla sobre la caseta a esperar. Claro que no fui el único. Recién entonces tuve la tranquilidad suficiente para mascullar los anatemas del “doctor” Siwarcha.
lunes, 3 de marzo de 2014
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