martes, 1 de septiembre de 2009

DE CACERÍA


Casi al borde del desmayo los tres expedicionarios tocamos con desesperación la silenciosa puerta. Habíamos caminado sin descanso, los pies dolían por todo el cuerpo, -como solía decir mi ilustre padrino don Fermín Miranda -, el hambre y la sed acezaban con fauces desconocidas. En el silencio de la medianoche, nuestro llamado de auxilio pudo haberse escuchado en el poblado entero. El amigo Santos no tardó en abrirnos la puerta. Procuró atendernos con la mayor presteza y, enterado de nuestra aventura, nos proveyó de toda la pequeña dotación de galletas y gaseosas existente en su pequeña tiendecita. Habiendo recuperado el casi perdido aliento, retomamos el camino. Todavía nos faltaban la difícil bajada hasta el puente y, luego, la enorme cuesta hasta el pueblo. Con las justas habíamos llegado a Chiricre y ya ni sentíamos el frío de la noche, pues, con la agitación nuestro cuerpo exudaba sudor y fatiga.

Y resulta que, pasado el mediodía, habíamos ido a Parqacha, en caballería ensillada, seguros de regresar sobre el pucho para almorzar. Aún cuando todos solíamos mencionar Parqacha, la desnuda realidad nos demostró que ninguno de los tres había ido por estos parajes. Pasamos a trote limpio la pampa de Chiricre y nuestra llegada hasta el sector escogido para iniciar la misión, no tuvo mayores contratiempos. Cuando desde la banda contraria, sea que estemos en el pueblo o en Gallochayoq, miramos hacia Parqacha, vemos un valle pequeño, pero cálido y muy simpático, y que, profusamente adornado de andenerías, cae abruptamente a la quebrada. Los caminantes de estos sectores y sus animales, conocen los numerosos vericuetos, cubiertos de espinosos arbustos, loqas, titirkas y tunales o uyus, para llegar hasta el río. Dejamos los tres caballos, aflojándoles la cincha y quitándoles las riendas de freno de la boca. Los cabrestos liberados y los pellones quedaron sobre una pared contigua. Sin más armas que nuestro entusiasmo y nuestro nerviosismo dimos vueltas peleando con las espinas y, por fin, un caminito sinuoso nos llevó hasta el río.
*************
Casi ni había podido dormir, debido a la expectativa y la urgencia de levantarme bien a las tres de la madrugada. Habíamos acordado una cacería y era necesario empezar el camino casi a la medianoche. En algunas expediciones participábamos hasta cinco cazadores, ahora éramos sólo tres y casi en silencio habíamos cubierto la distancia entre el pueblo y el punto inicial de nuestra búsqueda de venados en Gallochayoq. De cuando en vez, nos apetecía su sabrosa carne, entonces organizábamos una partida de caza.

Todo ha sido preparado con escrupulosidad: la carabina, calibre 22, limpia y aceitada, la cajita con las pocas balas remanentes, también la mochilita con los avíos necesarios: galletas de agua, latas de portola para el necesario refrigerio y también un par de frascos con bebidas. Apenas unos toquecitos en la puerta a la hora convenida y todos estábamos ya en camino. Como sabíamos respetar el descanso de los vecinos recién en las afueras, acompañados sólo por el viento de los caminos solitarios, liberábamos nuestro exaltado ánimo, comentando jocosamente incidencias y expectativas. Alguno narraba el sueño que auguraba abundante cacería. Otro decía que propietarios se quejaban de invasión de venados que se estaban comiendo los cultivos de habitas tiernas. Todos estábamos de acuerdo en que había que esperarlos cuidando el lugar donde bajaban a abrevar.

Ligeritos hemos caminado, y ya estamos sentados en círculo en lo alto de la loma de Chuchu. Desde Gallochayoq hemos virado hacia el lado del río y hemos ganado la altura para tener una visión más limpia de los lugares a revisar. Julián Puno repartió el reglamentario puñado de coca. Por supuesto que recibimos la hoja sagrada con las dos manos juntas y leímos la fortuna que nos deparaba. Asentamos el ritual chaccheo con una ruedita de rabia qampi que Julián no había olvidado. Era el reclamado traguito con yerbas medicinales, preparadas por algunas ancianas en el pueblo. Luego, nos distribuímos las rutas a recorrer. Yo debía tomar esta escarpada cuesta llena de arbustos espinosos y helechos, debiendo bajar hasta el río. Después viene la ascensión y nos encontramos en la otra lomada. "Pape" Avecho, como no tenía arma, debía estar atento a cualquier señal. Julián vendría por la parte superior. Si el animal escapa, va a venir por estas zonas, nunca va a correr hacia el río a encajonarse.

Interesante personaje, don Julián Puno. Había llegado a Andamarca hace ya buenos años, desde su natural Canchis en unión de su joven esposa y una hija pequeña. Conducía una tienda en el jirón Lima. La chapa de “Puno” se la plantó alguien, porque su mercadería inicial procedía del altiplano: chompas de alpaca, coca, chucherías para el juego de los niños, polvos de colores, etc. Su negocio creció a tales niveles que se convirtió en el emporio milagroso que salvaba de cualquier apuro. Lo que se necesitara: allí estaba la tienda de Julián Puno. Si estuviera cerrada, había que tocar la puerta o sacarlo de donde estuviere, él o la señora. El mecanismo comercial, le obligaba a realizar frecuentes viajes; también aprendió a negociar con pieles de alpacas que ofrecía en mercados de Lima y otras ciudades. Mientras atendía el negocio, sabía entretenerse desafiándonos a los niños que pasábamos por su esquina. Era muy común verlo disputando ardorosos encuentros de “daño fondo”,o "ñoco" con unos bolones llamados papichos, y si estaba de fortuna, se llenaba los bolsillos de “daños” o “tincas”. Otras veces, armaba un morro con ocho o diez bolitas superpuestas. Quien aceptaba el desafío, debía acertarle con su daño o tinca, desde una distancia convenida. Si no le daba a la tómbola, se quedaba el misil. Ganaba unas veces, otras perdía, pero no se corría. Si se le agotaban las municiones, renovaba al toque su provisión, desde su tienda. Deportista consumado, era infaltable en los ardorosos encuentros de fulbito que armábamos en cualquier espacio abierto, con dos piedras como arco. Las más de las veces, el producto de las apuestas se consumía en una buena provisión de traguito.
****************
Me ha tocado sumamente agotadora la búsqueda de la presa. Casi agarrándome con las uñas he logrado ascender hasta el sitio convenido y estamos ahora conversando, resignados, porque el soñado “luichu” nos ha olido bien y no se ha dejado ver. El solcito ya nos vino a envolver mientras disfrutamos de un señor desayuno con galletas de agua y portola. "Pape" Avecho nos instaba a ir más allá, a llegar aunque sea hasta Huantaymisa o en todo caso subir a Misapata, Lariputu y bajarnos al pueblo por Yarpu. Ni Julián ni yo mostramos entusiasmo por esta propuesta, el sol había avanzado y los venados estarían ya a buen recaudo. Otro día lo haremos.

De pronto, Julián nos sorprende haciéndonos la señal de silencio con el dedo y señalándonos hacia el frente. Efectivamente, un dichoso venadito había bajado y estaba saboreando las habas. No lo pensé dos veces. Cogí mi carabina y empecé a correr, procurando no hacerme notar por mi presa. Felizmente, accedí fácil al camino de la pampa de Chuchu y pude acercarme lo suficiente para soltar el primer disparo. El animal sintió el impacto, miró a todos lados y empezó su loca huida, cojeando. Yo seguí acercándome y no tardé en lanzar el segundo tiro. Esta vez, el venado cayó. Corrí alborozado y triunfante. Hice algunas señas a Julián y a "Pape" Avecho que habían visto la aventura con toda claridad. Salté la pared ignorando las espinas y alcancé a ver al animal en los estertores de su agonía. Quise cogerlo de las patas moribundas, en señal de triunfo pero las loqas y las titirkas me lo impidieron. Hice un pequeño rodeo a los espinos. Ya venía el Pape con los cuchillos para el descuartizamiento. Apenas fue una fracción de segundos…

– Qué, ima???... ¿Será que los juanicos o duendes, me están jugando una broma muy pesada???. ¡La presa cazada, vencida sin dudas, no estaba, ¡había desaparecido…!

Me senté, sofrené mi agitada respiración, hice todos los ejercicios de relajación y recapitulé los acontecimientos. El animal concreto, real, que todos habíamos visto caer, había desaparecido en un instante. No encontraba explicación alguna. Estuve largos minutos meditando, y recién descubrí la espeluznante realidad: estaba al borde del abismo y si no me salía de allí con cuidado, me aguardaba la misma suerte del venado:… ¡Por lo menos doscientos metros de caída libre hasta el río…! La roca cortada a tajo, como una pared de concreto armado, sin la mínima posibilidad de tentar un salvataje! .

"Pape" Avecho me hizo saber que Julián Puno ya había emprendido el retorno al pueblo, tal vez acuciado por alguna sed que estaría calmando en alguno de sus huariques.

En casa, comentábamos el incidente y no nos resignábamos a la pérdida. El asunto se presentaba bastante sencillo: bajar hasta el río, haciendo el rodeo por Chiricre y Parqacha. Mi hermano Jorge nos secundó en la idea, ensillamos los caballos y ya los tres, ni nos preocupamos de llevar avíos o fiambre.

Mientras tentábamos el descenso, desde Parqacha divisamos a un cristiano, cocinando en un fogoncito en la orilla del río. Para cuando llegamos allí, ya no estaba. En esto de camuflarse, mis paisanos no tienen pierde. Seguramente se borró para observarnos qué habíamos ido a buscar hasta esa zona. Y, si ha estado aquí desde hace rato, ha visto la caída del animal y ya lo habrá degollado inclusive.

“Pape” Avecho y Jorge remontaron penosamente las corrientes del río y lograron encontrar la caída presa. Sin pérdida de tiempo, la ataron a un palo y tras durísima lucha, lograron llegar hasta donde yo los esperaba. Habían avanzado las horas, el estómago protestaba con fatiga y recién enfrentaríamos lo más bravo: la empinada cuesta hasta encontrar nuestras acémilas. Del costalote de fuerzas casi no quedaba nada, la subida había crecido veinte veces y el sol ya se había despedido… Recién se nos ocurrió trozar al animal que pesaba más por el agua. Cortamos la cabeza, hicimos unos cuantos envoltorios y convencidos que no lograríamos llegar al destino, decidimos ocultar la carne recuperada. Creímos adecuadas algunas pequeñas covachas, que cubrimos con arbustos y espinos. Por supuesto que reclamé el honor de llevar la cabeza y su laberinto de cornamentas. ¿Cuánto tiempo nos habrá costado vencer esta cuesta?... Por fin, ya lo hemos logrado. Es de noche, y ya ni hacemos caso a los hincones de las espinas y los tropezones de la oscuridad. Pasándonos la voz, porque ya ni nos vemos, tratamos de ubicar nuestras acémilas. Recordando algunas viejas revistas del oeste americano, silbábamos, poniéndole nombres a nuestros caballos.

- A ver, Zambito, dónde estás…! - ¡Apache, no te sigas ocultando..!. Mientras estuvimos en el río, estos pendejuelos se han puesto de acuerdo y ahora nos están mirando calladitos, ya ni respiran!…

Más de una hora tonteando y la decisión extrema: Si no queremos amanecer aquí y terminar de jodernos de hambre y de frío, tendremos que olvidarnos de los animales y tratar de salvar nuestro pellejo llegando siquiera hasta Chiricre. Muy de madrugada regresaremos con equipos y ayuda, ahora estamos maltrechísimos…..

Cuánto tiempo habremos caminado, cuántas caídas y encuentros con las espinas habremos debido superar. Por eso, la llegada hasta la puerta de la casa de don Santos, tuvo todo el sabor de una resurrección para nosotros… ¡Estábamos salvados…! Felizmente dicho amigo cumplió con llevarnos a casa, los animales muy a la madrugadita.

Apenas si comimos algo de papa yanuy con queso como desayuno y al toque retornamos en busca de nuestro tesoro oculto. Con ansiedad y emoción ubicamos los escondites…
Quién de los tres aceptaría la cantadísima realidad y daría el grito inicial... Nos mirábamos de reojo… Al final, sólo nos quedó reírnos estruendosamente de nuestra suerte. El paisano que nos había estado pasteando todo el tiempo, hizo lo obvio: Degolló al animal, nos dejó las patas y el bofe como recuerdo o consuelo y ¡cargó con todo…!

Prometimos no contar la aventura, porque ¿cómo íbamos a explicar o responder la primera y elemental pregunta que nos harían nuestros incrédulos oyentes:
- ¿Porqué no hicieron lo más fácil: degollar al animal y, si eran tres, acaso cada uno no podría traerse siquiera unos diez kilitos, sólo de carne?...
Pape Avecho soltaba su característica carcajada y contestaba muy orgulloso: …¡Por cojudos…!.

Al principio, me consolaba pensando: “Nada de medianías, o todo o nada”… Hasta que escuché a un pequeño alumnito de mi grado discutir con otro: ¡Tan grandazo y cojudazo…!

No hay comentarios: