lunes, 22 de julio de 2013

MI PRIMER VIAJE

Seguro estoy de que los desesperados gritos de dolor que salían de mi garganta y llevaban todas las fuerzas de mi pequeña humanidad, se habrán escuchado en todo Puquio. No tardó en ingresar desconcertada una señora para preguntar con imperio a mi abuela qué estaba pasando, qué le estaba haciendo a este pobre chico. Después supe que la indicada dama era la secretaria ejecutiva y única empleada de la famosísima Notaría de don Beli Bendezú en Puquio, capital de la provincia de Lucanas. Estábamos en la zona central de esta ciudad que acababa de descubrir con el asombro de mis primeros ocho añitos. La pequeña vivienda de mi abuela se situaba a un costado de la referida Notaría y casi al frente del emporio comercial de don Julio Bendezú, uno de los más importantes de la región.

Mi abuela, con la absoluta facilidad que tenía para despachar a los mirones, le dijo que todo estaba bien, que no pasaba nada, que nadie estaba muriendo, que no se preocupara. Y, no era que no pasaba nada, porque sí estaba pasando, y mucho, y era que todo el dolor del mundo estaba amontonado en mi inocente boca, pues la querida madrecita de mi papá, me estaba aplicando uno de sus fulminantes tratamientos curativos que no admitían discusión alguna: estaba frotando todo el interior de mi boca con cochayuyo seco y otras yerbas afines, y lo hacía con mayor fuerza, pues, según ella, la parte afectada debía sangrar. Un tiempo después, escuché decir que los dentistas aplicaban unas curaciones con taladros eléctricos, en las que simplemente veías a Judas calato, pero en esta ocasión, yo creo que ví no solamente a Judas sino a toda su cohorte, incluídas su mujer y su trampa.

El caso es que yo estaba en manos de la sabia y poderosa mano curativa de mi abuelita doña Simona Ruiz de Castilla y Córdova, porque hacía unos buenos días que venía turbando la habitual calma de nuestra casa en Andamarca, debido a unos terribles dolores en el interior de la boca que no me dejaban comer. El sentarme a la mesa, era una real tortura y el llanto infatigable era mi ocupación, pese a los consejos y tratamientos de mi mamá. Mi madrina Anita, sabia matrona y médica del pueblo, había acudido presurosa en mi auxilio, pero como no me dejaba tocar la parte dolorosa, no podía aplicarme sus remedios y apenas si aceptaba algunas infusiones naturales que sólo calmaban por momentos el martirio.

En estas circunstancias, intervino mi papá, saturado por las quejas de mi madre, que no te preocupas, que el chico está mal, que no come, que llora día y noche, que te vas a la chacra y no conoces lo que está pasando, ni a la escuela quiere ir, que hasta se le ha hinchado la boquita que está llena de granos, que ya no sé qué hacer, en fin… Don Herminio, mi padre, hombre de pocas palabras y decisiones inflexibles pronunció la sentencia final: que se vaya al Hospital de Puquio. ¿Y quién lo va a llevar?...

- Claro que se ensilla los caballos y nos vamos, pero en este momento, no puedo dejar el trabajo, estoy echando semilla de alfalfa, se malograría todo. Total, es hombrecito, que se vaya en carro, le encargamos a alguna persona mayor que esté viajando, en Puquio lo recibirá mi mamá y se encargará de hacerlo ver y tratar.

Efectivamente, recuerdo que mi mamá me palabreó bien bonito, me dijo: “ya estás grande, te van a curar en Puquio, no te asustes, vas a ir bien recomendado, allá, tu abuelita te va a hacer ver y en dos o tres días nomás te vas a regresar y más bien vas a conocer Puquio”…, y así… Yo no estaba bien convencido y seguía llorando, no sé si por los dolores o porque tenía miedo de ese mundo nuevo que iría a descubrir.

El asunto es que, precisamente hoy, ha pasado el camión de Aragonés con dirección a Cabana y dice que en tres días, o sea el miércoles, va a estar de regreso. Hay que tener todo listo: su ropita, su fiambre y la papeleta para mi mamá, con la platita para el Hospital y las medicinas. Y, pues, llegó el día. Mis papás han conversado repetidamente con una señora y me han subido al camión. Me han acomodado junto a las señoras pasajeras y a otros caballeros que charlotean de cosas que no entiendo. Llevo mi equipaje: una bolsa pequeña con mis ropas, un mantel bordado por el arte de mi mamá, que guarda el preparado especial a base de gallina que me servirá de fiambre y otro paquete con cuatro moldecitos de queso para la abuela. Sus recomendaciones no cesan hasta que el carro inicia su lento trajín. Recuerdo que, felizmente, el viaje se cumplió sin sobresaltos y en la nochecita, la señora Francisca, estaba cumpliendo el encargo.

- Mira Simonita, aquí te lo entrego, enterito.

Mi abuela, por supuesto, le expresó sus agradecimientos reiteradamente y le obsequió unos maicillos que sabía preparar con una especialidad insuperable.

Después de hacerme tomar con mucha dedicación una agüita de salvia con unas rosquillas que tuve que humedecer para no empezar con los llantos, me sometió al examen de enterada especialista, a ver qué es eso que tanto sacrifica a esta criatura. “Mamallay mama, valor conciencia, waknatachu quntarusqa”, iba expresando su inconformidad, a medida que descubría la raíz del problema y concluía su diagnóstico: “el escorbuto le ha llenado la lengua y toda la boca. Por eso, esta huahua no puede ni hablar bien”. Me hizo rezar las oraciones de la noche al pie de la cama y ¡a descansar muchachito!, ordenó. El sueño no demoró ni un poquito, porque estaba cansado por el viaje con sus baches y su pesadez. Cuando desperté al día siguiente, el sol estaba sobre el pueblo y mi abuela había culminado ya sus peregrinajes madrugadores. Su primer destino: el horno de Gabulle, para sacar pan que luego ofrecería en su pequeña tienda, después, sus menesteres acostumbrados. Hoy, le urgía conseguir cochayuyo, pero del especial y seco.

Como desayuno sólo pude pasar un matecito de manzanilla con pancito remojado. En Andamarca, habitualmente, no hacían pan, de manera que descubrir los sabores de la chapla puquiana bien valía el doloroso riesgo. En el almuerzo pude pasar un caldito muy rico, pero definitivamente mi problema bucal estaba trayendo ya consecuencias. “Vea usted cómo se ha enflaquecido este chico, si era gordito, ahora está que se lo va a llevar el viento. Claro si no come, qué le va a sostener siquiera”.
Llegó la hora, las cinco de la tarde, no se puede postergar más la obligación de subir al patíbulo. Mi abuela me palabrea con cariño:

- Hijito, vas a aguantar, seguro te va a quemar un poquito, pero es para curarte, cómo vas a estar así sin comer, después ya ni agua vas a poder pasar, y no te vamos a ver así, hasta cuándo. No te va a doler mucho, tú eres bien hombrecito, un ratito nomás va a ser para que te cures de una vez. No vayas a cerrar la boca, mira que ya está pasando.

La fricción de las hojas secas contra las llagas vivas de las ampollitas desbarrancaron mis lágrimas, contra mi decisión y voluntad de aguantar como los machos. Ante tanto dolor, pensé que debía rebelarme, total, mi papá no me había mandado para que mi abuela experimente sus curaciones caseras, sino para que me examinen en el Hospital, un médico tenía que ver mi problema y seguro que con dos o tres pastillas se arreglaba todo el asunto. Pero, nada podía decir ya, no había posibilidad alguna de salvación. Ya la abuela ha guardado su inicial delicadeza y finura y ahora está restregando literalmente las hojas secas contra las débiles paredes de mi caverna bucal con tal fuerza que mis aterrados y desesperados gritos han salido con virulencia. Ni cuando la señora vecina intervino, mi abuela dejó la fricción, si bien iba respondiendo algo, su mano no descansó un instante. Imposible calcular cuánto duró la tortura, pero cuando mi abuela paró la masacre bucal, ya yo estaba sin aliento, con una quemazón y unos dolores como no han existido jamás en el universo todo.

- Ya te va a pasar, descansa, ya terminé, ya cálmate, - me consolaba, mientras me daba a tomar unos emolientes especiales que había preparado.
No sé cuánto tiempo estuve tirado sobre la cama, claro que ya había dejado de gritar, tenía mojadito hasta el cuello con tanto que había llorado y fui encontrando la tranquilidad que antes no había tenido y me quedé dormido soñando no sé en qué mundos sin dolores en la boca.

Ha llegado un nuevo día. Después de levantarme, mi abuela hizo que me enjuagara la boca con unos preparados especiales, y aprovechó para darle una mirada a ver cómo iba evolucionando el trabajito de ayer tarde.

- Está bien, - dijo -, el enrojecimiento va a ir pasando poco a poco, si esto va así, no habrá necesidad de repetir la curación, parece que todos los granitos van a desaparecer, veremos hasta la noche.

Ya pude comer bien hoy día, parece que los tiempos de martirio han pasado. Un nuevo examen y el diagnóstico final:
- Sólo vas a tomar este emoliente y estás listo para regresar, no debes seguir faltando a la Escuela.

Después de dos días, en que estuvo recorriendo Puquio averiguando algún carro que saliera para Andamarca, hoy me ha despedido recomendándome a una señora de Aucará que ha aceptado el encargo con mucha amabilidad. Total, ya en mi pueblo, no iba a perderme.

Esta vez, el viaje lo estamos cumpliendo en el camión de don Abdón Aguilar y, como no podía ser de otra manera, mi abuela me ha proveído de una buena bolsa de rosquitas, alfajores, maicillos y panes puquianos, para que todos los chicos y tus papás, siquiera los prueben, ya que no sabemos hasta cuándo será.
Sería las nueve de la mañana cuando me hizo subir a la plataforma del camión viajero. Con mi bolsita de panes, mi costalillo con mis ropitas, mi ponchito y mi sombrerito, me acomodaron junto a la delegación de pasajeros. Claro que también el camión estaba lleno de cajones, costales, cilindros y no sé qué cachivaches más. Recuerdo, por ejemplo, que yo estaba arrimado a una llanta enorme, casi del tamaño de una vaca. Los comerciantes llevaban mercadería surtida, azúcar, arroz, kerosene, cerveza, harina y también frutas. Cada viajero ha hecho un espacio para sentarse, tapándose con sus frazadas.

Un joven que era el ayudante, iba en la canastilla construída sobre la caseta desde donde operaba el chofer, don Abdón. Con mi natural prudencia yo iba calladito, ansioso por llegar cuanto antes a mi pueblo. Mientras el camión gemía en la dura cuesta, vimos que el sol se perdió, y las nubes cubrieron el cielo con tal empuje que ha empezado a llover. Rápidamente, el ayudante asistido por algunos caballeros ha cubierto el camión con una toldera de lona especial. Ahora, ya no podemos asomarnos para ver por las rendijas qué ocurría en nuestro camino, menos podemos calcular dónde nos encontramos. Yo tenía sensaciones raras, por ratos ni podía precisar si el carro iba hacia adelante o atrás o hacia un costado. Felizmente, no tuve ese problema de algunas señoras o chicos que empezaban a arrojar. Decían que se habían mareado. El problema era serio, porque había que cubrirse y dejar de ver, pues el espectáculo también podría provocarnos las náuseas. “Ama qawaychu”, recomendaban con imperio las personas mayores.(Seguiremos).

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